MATASEJÚN
Una tarde parda y fría de otoño, los colegiales estudian, monotonía de lluvia…, así comienza ese poema de Machado, que no sé por qué siempre anda dando vueltas por mi cabeza; aquella tarde no era de otoño, ni parda, era una tarde de invierno con ínfulas de primavera; el Moncayo blanco refulgía bajo el sol cuando llegamos al pueblo; era mediados de febrero de 2020.
Habíamos andado toda la mañana bajo cielos azules por otros pueblos de las Tierras Altas sorianas: unas tierras misteriosas, de paisajes anchos y reconfortantes, que son duras, pero también suaves, solitarias, pero que saben acompañar; oscuras, pero llenas de transparencias; tierras de luces y de penumbras que arrastran un pasado de historia densa, pero que se enfrentan a un futuro incierto; son tierras llenas de contradicciones, abandonadas, pero con sus montes invadidos de artefactos para producir energía.
Han sido tierras de inviernos solitarios; antaño los hombres se iban al sur con las ovejas mientras las mujeres con los hijos permanecían en los pueblos al cobijo de las casas de piedra, no ociosas, sino trabajando y administrando la economía familiar para subsistir en los fríos interminables. Ahora se van todos y se quedan vacías las casas y las calles; los pueblos permanecen callados, como estaba Matasejún, aquella tarde tranquila, pero en los inicios del verano, llegará la bulla y la algarabía, se abrirán las puertas y las ventanas y de nuevo los trajines y las charlas se desparramarán por el vecindario.
Era una tarde transparente. Una bandada de gorriones chismorreaban entre las ramas desnudas de un viejo sauco con el tronco amarillento, protegido entre un muro de piedra medio derruido. No entendimos una palabra de su conversación. Eran grandes y estaban orondos; no tenían señales de los estragos que dejan por allí los crudos inviernos; puede que hubieran encontrado la forma de colarse en un granero o en un almacén de pienso y lejos de preocupaciones, pasaban la tarde en la solana plácidamente.
No demostraron curiosidad por nosotros, quizá hablaban de los inoportunos paseantes mientras saltaban de rama en rama, y nosotros nos alejábamos en silencio por una esquina. O puede que ni nos vieran.
Aparte de sus trinos no se oían ni balidos de ovejas, ni sonido de cencerros; ningún perro nos salió al encuentro, no encontramos ningún pastor, pero había huellas, en el camino húmedo, y cagarrutas recientes, lo que indicaba que un rebaño habría salido por la mañana y volvería para buscar abrigo en cuanto las sombras de la tarde comenzaran a descolgarse por los tejados y, poco a poco llegaran a colarse por las calles. Nosotros ya nos habríamos ido y no podríamos ver la vuelta de las ovejas, ni darnos cuenta de si se encendían las farolas.
No recuerdo el momento en que nos separamos, de pronto estaba sola ante una nave con un coche aparcado en el mismo quicio de las puertas que estaban abiertas de par en par. Allí tampoco había nadie.
Torcí por la primera calle; no se descorrió ninguna cortina, ni se levantó ninguna persiana. Si había alguien no me oyó, ni yo misma escuchaba el sonido de mis pasos, estaba rodeada de silencio, pero no el silencio instalado en los pueblos abandonados y llenos de ruinas, no, era otro, era el silencio de la soledad que espera. Ya vendrán, parece que decían las casas cerradas, con las puertas protegidas y los jardines dormidos. Seguro que vendrán, no estamos abandonadas.
Había llegado ante la iglesia y miré cómo los rosales, que nadie había podado, brotaban con hojas trémulas y anunciaban, en pleno invierno, rosas para el comienzo de la primavera; una ofrenda floral para las tumbas del cementerio aledaño.
Sopló una ligera brisa mientras caminaba despacio por las calles; después llegó un viento suave que fue aumentando poco a poco; de repente la quietud se rompió con el movimiento vigoroso de las aspas de los gigantescos molinos, que habían permanecido inmóviles, vigilantes desde la altura. El paisaje se aceleró porque las sombras giraban amenazadoras sobre el poblado. Al tiempo el silencio se rasgó y un ruido extraño, mezcla de quejido, de murmullo y de chirrido comenzó a sonar. En un instante la calma huyó del pueblo.
No había reparado en ellos, quizá porque el sol estaba detrás y deslumbraba o porque la vista se acostumbra a ver coronados todos los cerros altos, de las Tierras Altas, que están colonizados por los molinos; aerogeneradores los dicen y sirven para producir energía renovable, fábricas de electricidad alrededor de unos pueblos que cada vez están más apagados. Parecen gigantes que miran con desprecio cualquier movimiento que sucede a sus pies, pero no ven; siempre están inmóviles, aunque simulen querer avanzar a grandes zancadas cuando el viento desmelena sus enormes aspas. No son nada sin él, si se detiene el viento se convierten en mástiles de banderas invisibles en los campos solitarios, que proyectan sombras amenazadoras sobre las hondonadas.
No han salido de la tierra ni se alimentan de ella, tampoco beben de la lluvia. Son extraños, los han transportado a pedazos, en camiones enormes, por caminos abiertos solo para llevarlos a las zonas más altas, para controlar continuamente su producción, para arreglar sus averías, porque, aunque resulten amenazantes y simulen ser poderosos, solo son artefactos. No tienen raíces ni sienten dolor; les han dotado de sistemas para llevar su producción a lugares lejanos, para crear riqueza y aumentar el dinero de unos propietarios poderosos, pero solo son máquinas creadas por otras máquinas
Anduve deprisa, cada vez más rápido, pegada a las paredes de las casas, buscando amparo en sus muros del ruido y del movimiento de las aspas, que me impulsaban en una vorágine que no controlaba y cuando logré detenerme un instante, estaba ante una señal que indicaba el camino para ir a las icnitas. Me di la vuelta y volví al centro del pueblo.
¿Qué pensarían los dinosaurios de estos monstruos modernos que han ocupado sus territorios? ¿Los mirarían con desdén? ¿Los temerían? Es posible que los despreciaran; son muy grandes, pero no andan, no comen, no luchan con sus enemigos, no se aparean ni tienen crías, no olfatean el peligro, no sienten frío ni calor. No defienden su territorio; están donde les han puesto. Aquellos enormes animales que dejaron sus huellas por las Tierras Altas nada tienen que ver con estas máquinas. ¡Que sabían ellos de electricidad, de empresas o de dinero!
Si los hubiera descubierto Don Quijote, podría haberse abalanzado contra ellos, cómo hizo con los molinos antiguos, o quizá se hubiera quedado paralizado ante esos gigantes que ascienden hacia el infinito y van cubiertos con armaduras plateada, esos monstruos de tres brazos poderosos, que lanzan estocadas a diestro y siniestro atacando al espacio que les rodea y a los pájaros que se atreven a invadirlo ¡pobres pájaros! Demasiada demostración de poder para tan poco enemigo.
Habíamos andado toda la mañana bajo cielos azules por otros pueblos de las Tierras Altas sorianas: unas tierras misteriosas, de paisajes anchos y reconfortantes, que son duras, pero también suaves, solitarias, pero que saben acompañar; oscuras, pero llenas de transparencias; tierras de luces y de penumbras que arrastran un pasado de historia densa, pero que se enfrentan a un futuro incierto; son tierras llenas de contradicciones, abandonadas, pero con sus montes invadidos de artefactos para producir energía.
Han sido tierras de inviernos solitarios; antaño los hombres se iban al sur con las ovejas mientras las mujeres con los hijos permanecían en los pueblos al cobijo de las casas de piedra, no ociosas, sino trabajando y administrando la economía familiar para subsistir en los fríos interminables. Ahora se van todos y se quedan vacías las casas y las calles; los pueblos permanecen callados, como estaba Matasejún, aquella tarde tranquila, pero en los inicios del verano, llegará la bulla y la algarabía, se abrirán las puertas y las ventanas y de nuevo los trajines y las charlas se desparramarán por el vecindario.
Era una tarde transparente. Una bandada de gorriones chismorreaban entre las ramas desnudas de un viejo sauco con el tronco amarillento, protegido entre un muro de piedra medio derruido. No entendimos una palabra de su conversación. Eran grandes y estaban orondos; no tenían señales de los estragos que dejan por allí los crudos inviernos; puede que hubieran encontrado la forma de colarse en un granero o en un almacén de pienso y lejos de preocupaciones, pasaban la tarde en la solana plácidamente.
No demostraron curiosidad por nosotros, quizá hablaban de los inoportunos paseantes mientras saltaban de rama en rama, y nosotros nos alejábamos en silencio por una esquina. O puede que ni nos vieran.
Aparte de sus trinos no se oían ni balidos de ovejas, ni sonido de cencerros; ningún perro nos salió al encuentro, no encontramos ningún pastor, pero había huellas, en el camino húmedo, y cagarrutas recientes, lo que indicaba que un rebaño habría salido por la mañana y volvería para buscar abrigo en cuanto las sombras de la tarde comenzaran a descolgarse por los tejados y, poco a poco llegaran a colarse por las calles. Nosotros ya nos habríamos ido y no podríamos ver la vuelta de las ovejas, ni darnos cuenta de si se encendían las farolas.
No recuerdo el momento en que nos separamos, de pronto estaba sola ante una nave con un coche aparcado en el mismo quicio de las puertas que estaban abiertas de par en par. Allí tampoco había nadie.
Torcí por la primera calle; no se descorrió ninguna cortina, ni se levantó ninguna persiana. Si había alguien no me oyó, ni yo misma escuchaba el sonido de mis pasos, estaba rodeada de silencio, pero no el silencio instalado en los pueblos abandonados y llenos de ruinas, no, era otro, era el silencio de la soledad que espera. Ya vendrán, parece que decían las casas cerradas, con las puertas protegidas y los jardines dormidos. Seguro que vendrán, no estamos abandonadas.
Había llegado ante la iglesia y miré cómo los rosales, que nadie había podado, brotaban con hojas trémulas y anunciaban, en pleno invierno, rosas para el comienzo de la primavera; una ofrenda floral para las tumbas del cementerio aledaño.
Sopló una ligera brisa mientras caminaba despacio por las calles; después llegó un viento suave que fue aumentando poco a poco; de repente la quietud se rompió con el movimiento vigoroso de las aspas de los gigantescos molinos, que habían permanecido inmóviles, vigilantes desde la altura. El paisaje se aceleró porque las sombras giraban amenazadoras sobre el poblado. Al tiempo el silencio se rasgó y un ruido extraño, mezcla de quejido, de murmullo y de chirrido comenzó a sonar. En un instante la calma huyó del pueblo.
No había reparado en ellos, quizá porque el sol estaba detrás y deslumbraba o porque la vista se acostumbra a ver coronados todos los cerros altos, de las Tierras Altas, que están colonizados por los molinos; aerogeneradores los dicen y sirven para producir energía renovable, fábricas de electricidad alrededor de unos pueblos que cada vez están más apagados. Parecen gigantes que miran con desprecio cualquier movimiento que sucede a sus pies, pero no ven; siempre están inmóviles, aunque simulen querer avanzar a grandes zancadas cuando el viento desmelena sus enormes aspas. No son nada sin él, si se detiene el viento se convierten en mástiles de banderas invisibles en los campos solitarios, que proyectan sombras amenazadoras sobre las hondonadas.
No han salido de la tierra ni se alimentan de ella, tampoco beben de la lluvia. Son extraños, los han transportado a pedazos, en camiones enormes, por caminos abiertos solo para llevarlos a las zonas más altas, para controlar continuamente su producción, para arreglar sus averías, porque, aunque resulten amenazantes y simulen ser poderosos, solo son artefactos. No tienen raíces ni sienten dolor; les han dotado de sistemas para llevar su producción a lugares lejanos, para crear riqueza y aumentar el dinero de unos propietarios poderosos, pero solo son máquinas creadas por otras máquinas
Anduve deprisa, cada vez más rápido, pegada a las paredes de las casas, buscando amparo en sus muros del ruido y del movimiento de las aspas, que me impulsaban en una vorágine que no controlaba y cuando logré detenerme un instante, estaba ante una señal que indicaba el camino para ir a las icnitas. Me di la vuelta y volví al centro del pueblo.
¿Qué pensarían los dinosaurios de estos monstruos modernos que han ocupado sus territorios? ¿Los mirarían con desdén? ¿Los temerían? Es posible que los despreciaran; son muy grandes, pero no andan, no comen, no luchan con sus enemigos, no se aparean ni tienen crías, no olfatean el peligro, no sienten frío ni calor. No defienden su territorio; están donde les han puesto. Aquellos enormes animales que dejaron sus huellas por las Tierras Altas nada tienen que ver con estas máquinas. ¡Que sabían ellos de electricidad, de empresas o de dinero!
Si los hubiera descubierto Don Quijote, podría haberse abalanzado contra ellos, cómo hizo con los molinos antiguos, o quizá se hubiera quedado paralizado ante esos gigantes que ascienden hacia el infinito y van cubiertos con armaduras plateada, esos monstruos de tres brazos poderosos, que lanzan estocadas a diestro y siniestro atacando al espacio que les rodea y a los pájaros que se atreven a invadirlo ¡pobres pájaros! Demasiada demostración de poder para tan poco enemigo.
No sé si los pueblos llenos de soledad tiemblan con el batir de las aspas turbulentas y el ruido inmisericorde que penetrara por los resquicios de las paredes. Estarán deseando que vuelva la gente, que se abran las casas y el sonido de la vida apague el de las máquinas.
Mis reflexiones acabaron porque, de pronto en una esquina nos encontramos de nuevo; sólo habíamos andado por calles distintas unos minutos
- ¿Oyes el ruido? Atemorizan, vámonos antes de que anochezca.
Y nos fuimos. A través de la ventanilla del coche veíamos girar las aspas de cientos de molinos que brillaban con el sol en poniente. Así, tan lejanos, parecían menos temibles, dejaban de ser los furiosos ciclopes ciegos que se habían apoderado de la quietud del pueblo. Se hacían pequeños ante el paisaje inmenso de las Tierras Altas.
Herminda Cubilla Gonzalo
1 de octubre de 2021
Mis reflexiones acabaron porque, de pronto en una esquina nos encontramos de nuevo; sólo habíamos andado por calles distintas unos minutos
- ¿Oyes el ruido? Atemorizan, vámonos antes de que anochezca.
Y nos fuimos. A través de la ventanilla del coche veíamos girar las aspas de cientos de molinos que brillaban con el sol en poniente. Así, tan lejanos, parecían menos temibles, dejaban de ser los furiosos ciclopes ciegos que se habían apoderado de la quietud del pueblo. Se hacían pequeños ante el paisaje inmenso de las Tierras Altas.
Herminda Cubilla Gonzalo
1 de octubre de 2021
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