Salvando las distancias. Experiencias de un viaje a Matasejún

INTRODUCCIÓN

Son muchas las personas que pasan por nuestro pueblo; la mayoría son amistades a los que Matasejún no les es indiferente, muchas repiten y todas nos comentan lo que les sorprende o lo que les llama la atención. Es interesante conocer la opinión de todos y todas, pues nos sirve para valorar nuestro pueblo desde puntos de vista más objetivos y emprender actuaciones encaminadas a su mejora.

Iniciamos este apartado con el relato del último amigo que ha pasado por el pueblo alojándose en casa de Marisa Martínez: Kopa (Paco Gómez) y su hijo Felipe, Felipe vive en Estados Unidos, chiclanero, ”urbanita”, no tenía el más mínimo interés en venir (vino obligado) pero sobrevivió a la experiencia .Y a Kepa sólo le queda haber nacido en Matasejún para ser un auténtico zorrero, pero nació en Cádiz; cabezota, listo, buena gente, amante de los horizontes abiertos, de los cielos estrellados y de la gente auténtica; director del CEIP Carmen Sedofeito en Chiclana (Cádiz), es un amante de la música, de la fotografía y escribe bastante bien como podemos apreciar las siguientes notas, todo un cuaderno de viaje.

SALVANDO LAS DISTANCIAS

1. TOSANTOS

Todo el día estuvo lloviendo con la cadencia justa que esperan los camperos. Kopa compró comida y se acostó temprano. A mitad de la noche, como casi a diario, ya estaba en planta. Hizo las maletas, revisó las notas de Marisa y anotó unas rutas desde Matasejún que encontró en Internet.

A las siete, le tocó diana a Felipe. Como clareaba, le echó un vistazo a la última granada que aún colgaba del árbol, por ver si se le había abierto alguna raja, y a las capuchinas que descollaban entre la pinocha. Miró todo su jardín, embestiado por un otoño generoso, como si él ya fuera el otro que volvería tras el puente. Su gato Tai barruntaba algo, escondiéndose a su paso acobardado por la gata okupa. Ana dormía con cara de Halloween, y por un instante, Kopa pensó en besarla en la frente, al fin y al cabo habían sido 31 años, pero no lo hizo.

La niebla rozaba la marea llena por el caño Zurraque. Felipe conectó su Spotify y puso a Rosalía. Se les cruzó una urraca. Por Lomopardo, el Guadalete bajaba pletórico aunque sereno entre cerros esmeraldas. Pasando Santiponce, Kopa pidió a Felipe que pusiera a Silvia Pérez Cruz. Su tesis (Kopa tenía tesis para todo) era que Silvia había heredado el trino coplero de Imperio Argentina, pero que había despilfarrado ese regalo con innecesarias versiones de Leonard Cohen. Y que Rosalía ocupaba ese hueco metiéndole a los palos un fondo rapero con el que iba a arrasar. Felipe tuvo que escuchar por enésima vez la tesis de Kopa de que casi toda la canción española sureña actual entroncaba con las coplas de Martínez Ares. Así que cambió de tercio y se bajó un listado de solos de guitarra desde Sultanes del Sween hasta Jimi Hendrix, aporreando el salpicadero, pues como su padre, era un percusionista incansable. Total, que se saltaron la salida a Montemolín, el pueblo de Anita Moreno donde pensaban desayunar el mejor jamón. Una bandada de avefrías, otra de buitres y una águila, probablemente imperial, le salieron al paso. A las tres horas de salir ya estaban por Trujillo, la niebla se disipó y la Sierra de Gredos les acompañó un buen rato con un velo brillante de nieve recién caída. Una pareja de grullas y un milano negro les sobrevolaban.

Repostaron en Talavera y Felipe cogió el volante, para no soltarlo hasta la vuelta a Chiclana. Los madrileños salían dispuestos a invadir las dehesas. Kopa hundió su barbilla en el pecho por el corredor del Henares. Las tierras negras del oeste habían dado paso a esa tierra clara y pedregosa, con una hierba mortecina, que reinaba en el este, de la que Kopa se sentía extranjero. Enfilaron a las Tierras Altas de Soria dispersando jilgueros. Y cuando Felipe bromeaba sobre la España vacía a la que iba, no obligado, pero sí empujado por vigilar que su padre no pegara un pestañazo y se fuera a una cuneta, vieron cómo un milano real de cabeza rubia sobre sus hombros castaños se merendaba un conejo en medio de la carretera, sin inmutarse al paso del coche. Kopa, que iba ensimismado mirando los neveros de las crestas, supo que estaba llegando a esa España, no vacía sino llena de otra vida. Y en menos de ocho horas de coche ya estaban comiendo unas croquetas en el bar Motores de San Pedro Manrique.

Kopa observó a dos chicas y un chico hablando fuerte en la barra. Los tres, bajitos, de pelo negro zaíno, pálidos, enjutos, fuertes. Con el mismo aspecto que treinta años antes observó en los ganaderos que pululaban por Soria capital. Celtíberos supervivientes de Numancia podrían ser, una raza allí poco mezclada. No como esa mixtura de siglos del litoral andaluz, llena de pelirrojos ojiverdes, trigueñas sonrosadas, morenas rajadas, bereberes dentudos, cejijuntos, cobrizas y mulatos descafeinados de la que tanto se vanagloriaba Kopa.

2. MATASEJÚN.

Al llegar a aldea encapotada no había ni un alma. Dejaron el coche en la antigua era, como había dicho Marisa. Kopa sabía por Google Street cuál era la calle Real, pero no la casa de Marisa. Ni las calles necesitaban rótulos ni las casas números. Así que siguió las instrucciones y empezó a buscar gente. A su espalda paró el coche de un forastero que les dijo que todos andaban en el cementerio.

Kopa pisó las castañas caídas e ignoradas del jardín de la iglesia y se dirigió a un grupo de señoras. No eran las viejas pellejas de los reportajes de Geo, sino que iban bien arregladas y llenas de color, como para retar al nublado. Las mujeres le pasaron el recado a El Mariano, quien los condujo a la casa, les descubrió dónde estaba la llave del agua y conectó el cuadro eléctrico. La casa estaba mejor de lo esperado, y cuando Kopa advirtió un nido de aviones comunes en una viga del patio trasero, bajo la que un cajillo recogía las cagadas, sintió que estaba en territorio amigo.

En seguida volvió Mariano con leña para la estufa, y les presentó a Tomás, primo del padre de Marisa: “No te fíes de las apariencias, es uno de los tres dueños del pueblo”. Tomás iba con su mujer, su hija y sus dos nietos. Se saludaron todos y se regalaron su mejor sonrisa.

Instalados en la casa, Kopa y Felipe salieron a explorar la aldea, tiraron hacia la ermita de San Roque y cogieron leña mojada. La gente se desperdigaba desde el cementerio y en las callejuelas las mujeres se gastaban bromas. De vuelta a la casa, Tomás les traía más leña seca, pues aunque no hubiera cierzo y en la calle se estuviera superior, de madrugada helaría.

Los recién llegados salieron otra vez, siguiendo los carteles que indicaban Las Adoberas, un lecho que fue fangoso donde los dinosaurios dejaron huellas que se habían fosilizado. Les acompañaban unas chicas que, como muchos otros, hacían la ruta de las ictitas por las tierras de Soria y Teruel. En el camino empedrado vieron unos pilones, que Kopa supuso que serían el lavadero, aunque no estaba seguro porque no tenían techo y eran muy bajos. Las huellas eran profundas, algunas enormes, estaban perfiladas con pintura y unos carteles las explicaban. Sobre los cerros, un pastor apuraba la tarde y los rastrojos, y en la loma, los molinos de viento rompían el silencio como el rumor de las olas al romperse contra los bloques del Campo del Sur.

Kopa entendió por fin que Felipe necesitaba pisar ciudad, aunque fuera el bar Motores, pero como en la era había cobertura, se pararon antes un momento a mandar mensajes. Pasó Mariano y les volvió a invitar a comer patatas asadas en la escuelita, y esta vez Kopa le explicó a Felipe que una cosa era ser prudentes y otra ser desconsiderados. Así que entraron en la escuela, reconvertida en local social. La vieja estufa calentaba la estancia con esa potencia que a Kopa y a Felipe, que no tenían el hielo de tantos inviernos metido en su ADN, siempre les parecía excesiva. Pero no asaban patatas, sino que calentaban chocolate al baño María, para que no se pegara. “Las mujeres mandan”, dijeron los cuatro hombres presentes. Luego fueron llegando algunas mujeres, los dos nietos de Tomás disfrazados de fantasmas negros y algunas personas más. Felipe contó diecinueve. Marisa se había encargado de mandar mensajes a su parentela de que llegaban invitados, así que las presentaciones fueron fáciles.

Los niños y su madre cogieron un parchís, las mujeres una baraja. Una mujer decidida y serena, que Kopa confundió con alguna prima de Marisa, rompió el corrillo de hombres para tratar de la recaudación de alguna iniciativa comunitaria.

Mariano contó que era de Pamplona, que tenía familia en El Puerto de Santa María y en Jerez, que hace mucho tiempo visitó a una curandera en Chiclana y que, como dos días después les contara a Kopa y a Felipe en Soria otra pamplonica, se había juramentado no volver al sur desde que en verano el calor era terrible. ¡Como si en el Ebro los últimos veranos hubieran sido fresquitos! Alabó los vinos navarros y los Sanfermines y se lamentó de que algunos vecinos prefirieran la tele a las tertulias en la escuelita.

Cuando Tomás se quitó el gorro que llevaba en la calle, las apariencias dejaron de engañar. Su nariz encajaba de perlas con su frente. Contó que la leña de la escuela no la traían los alumnos, sino que el reparto comunal dejaba siempre una partida de leña para la escuela. Contó que niños y niñas estudiaban juntos hasta se cerró la escuela y hubo que coger el autobús hasta San Pedro Manrique, y que ya en el pueblo no vivían niños, ni siquiera sus nietos. Explicó con mesura cómo las heladas eran ya menos copiosas y frecuentes y cómo la orientación de las calles y casas hacía que la ventisca acumulara la nieve en algunos sitios, como en su fachada, para jolgorio de sus nietos. Y le indicó certeramente a Kopa la ruta hasta la Fuente del Haya.

Luis y Antonio el de La Pilar, otro de los dueños del pueblo según Mariano, contaron que a los quince años ya bajaban las ovejas a la Sierra Morena pasando hambre y noches al raso, secando su ropa con el calor del cuerpo, bregando con los lobos y con los cerealistas que ocupaban y ocupan las cañadas, o atascados por el fango en Posadas de Córdoba.

Antonio habló de Corpus, llamado como tantos por el santo del día en que nació, y de otros familiares que bajaron a Cádiz como chicucos de ultramarinos y ahora regentaban comercios y alquilaban casas, con hijos que ya “comen solos” y tienen buenos estudios. Los demás se reían diciendo que él también alquilaba casas en Cádiz. Él siempre se reía con esos ojos claros y chicos escondidos en su mejillas granates. Y contó cómo se encontró en unas fiestas de San Juan en Soria a los mismos trileros que timaron a un soldado en la calle Compañía de Cádiz. Los mismos y en el mismo lugar que timaron a Kopa la única vez que entró a un juego de azar, quitando la noche en que fue al casino de El Puerto y triunfó.
Muertos de sueño, Kopa y Felipe volvieron pronto a la casa. Cenaron chorizo que traían de Chiclana y calentaron el salón con la estufa de carga superior. Superior porque recibía la leña desde arriba y porque calentaba de maravilla. Sobre las tres, Kopa se despertó, intentó cabecear un rato y se rindió. Salió hasta el coche por un lápiz y notó que lloviznaba y no hacía frío. En la era le entraron mensajes de la tarde que contestó desvelando a Marisa. No volvió a dormirse, escribió y encendió la estufa.

3. IREGUA

Por la mañana, como lloviznaba y Felipe no tenía gran interés en mojarse por los alrededores de la aldea, pusieron rumbo a Logroño. Las Tierras Altas brillaban tanto como mates habían estado la tarde anterior. Nubes más que blancas, cegadoras, negras, añiles, grises, violetas… Penachos de algodón que crecían desde las vaguadas. Pasando las cuchillas heladoras del puerto de Oncala, a la vista todo el altiplano cerealista hasta Numancia y la cantera tras la capital. Los rastrojos dieron el relevo a los pinares por Yanguas, donde se les cruzó un arrendajo de alas más nítidas que la que pintó Durero.

- Desde aquí hasta donde nace el Duero, pasada la Laguna Negra, ya todo son pinares.
- Pues podíamos dejar Logroño para la tarde…

Dicho y hecho, viraron al sur. Le metieron caña por la recta de chopos de Buitrago, y subieron el Duero nada más pasar Numancia. Un aguilucho cenizo les escoltó unos doscientos metros. La carretera se puso de estreno y de un solo sentido. La mañana, más que luminosa en el embalse en Vinuesa. Cuervos, grajos y cornejas. Los pinares eran más que nada monocultivos de mástiles con pelambrera. Pero todas las laderas espesas con las crestas nevadas eran visualmente impecables.

Kopa, fiel a su manía de agobiarse a destiempo, no disfrutaba del todo. Se obsesionó con que su hermano y su familia no pasaran frío en la casa cuando llegaran de Teruel. Como si vinieran de Lanzarote. Y escudriñaba la mejor recta para recoger leña. Hasta que Felipe frenó por la caravana de coches un poco antes del aparcamiento de la Laguna Negra, petado de madrileños, vascos y sorianos. Cuatro euros. Una feria.

Subieron andando una carreterilla hasta un puesto de la ONCE que anunciaba la rampa helada a la laguna, donde daba la vuelta el autobús que subía y bajaba a los cojos de corazón. Ciertas mujeres del norte disfrutaban hablando muy fuerte en medio de lo más sagrado del bosque. La nieve, de primera comunión. Los farallones, orgullosos. Las hayas, dorándose. Los pinos majestuosos, al tresbolillo. Los arroyos, inquietantes y ruidosos. Pero no se oía un carbonero ni un pito picapinos ante tanta muchedumbre. Kopa pensó que su sordera era galopante. ¡Pero es que tampoco olía a pino! Ni las piñas diminutas ni la resina dormida abrían los pulmones como los mansos pinos piñoneros gaditanos. La mañana se portó y el aguanieve se lo pensó dos veces.

Hacía unos treinta años que había subido a la Laguna Negra con Ana, casi solos en la inmensidad de la sierra de Urbión. La laguna, blanca, helada. Luego marcharían a Peñas Blancas buscando los manantiales del Duero y se harían fotos en un iglú que habrían construido los militares o los scouts. Pero ahora, el puente era un reclamo. “Pues figúrense en Semana Santa” les había dicho una vigilante del aparcamiento. Con gente y todo, la laguna mantenía la quietud de lo perfecto.

Bajaron por el ramal obligatorio. Pararon cerca de un aserradero para que Kopa recogiera leña hasta que se acercó un coche de la Guardia Civil. Diez años viviendo en un cuartel cuando niño le habían enseñado cómo disimular ante los picoletos. Felipe volvió a pasar esa vergüenza ajena con la que su padre le abochornaba de vez en cuando. Remontaron entre pinares hasta las pistas ridículas del Punto de Nieve, y al doblar el puerto de Santa Inés, bajando con el río Iregua, los oscuros pinos fueron rindiéndose poco a poco a la otoñada escandalosa de las hayas: secas, tiesas y pardas, pero también rojas, naranjas, amarillas pollito y limón o verdes. La Sierra de Cameros hacía honor a su fama. Estaban ya en ese norte que vierte en el Ebro. Muerto de hambre Felipe, no encontraron dónde comer hasta el tercer pueblo, Villanueva, con algunas casas con pilares vistos de madera. Kopa comió habicuelas pochas con sabor a pescado y conejo con morrones. En La Rioja le pareció un insulto beber cerveza. Felipe, a lo seguro: macarrones y pollo en salsa.

Al salir del hostal Los Nogales, Kopa contó diez buitres. El coche siguió el curso del río Iregua, que se encajonaba cada vez más. Primero entre calizas afiladas con cuevas y posaderos
blancoamarillentos por las cagadas. Luego entre moles imponentes de arenisca. Buitres por todos los puntos cardinales. Felipe ofreció a su padre parar para que echara fotos. Kopa, que siempre viajaba con su cuarto ojo preparado, desistió. La carretera era nueva, pero llena de curvas, y ya ambos habían constatado que hay riojanos que conducen por la montaña como si llegaran tarde a un parto. Así que Kopa mantuvo la ventana baja, oliendo la tierra y el río, y echando fotos con las pestañas.

- A veces, hay que elegir vivir y sentir, en vez de echar fotos- dijo hipócritamente, pues para él echar fotos era una de las buenas formas de sentir y de vivir.

El barranco se abrió en Islallana. Hay nombres que lo dicen todo. Una recta impecable mostraba al fondo Logroño y el Ebro al sol. Y elevándose detrás, de azul marino, como en una maqueta exagerada , los molinos de viento de Navarra.

Los ensanches de Logroño son tan modernos e insulsos como los de Albacete o el mismo Cádiz, y su ayuntamiento nuevo, tan frío como apabullante. Buscaron calor humano en la calle Portales, ocupada por un mercado medieval donde se ofrecían variedades estrambóticas de cecina, quesos del Cantábrico y bollos preñaos. Kopa se fijó en una mulata alegre que paseaba acompañada, y le dijo a Felipe que esperara, que conocía a la chica. Felipe subió las cejas poniendo cara de James Dean.

-Yo te he dado clases.
-Tú eres el director.

La chica contó que vivía en Madrid y que estaba allí por una boda. Una navidad, la chica triunfó de paje con los reyes magos del colegio. Y una maestra carajota protestó porque eso era racismo. Sin comentarios. Luego estudió para modelo. La chica, no la maestra.

Aunque Felipe quería prolongar su visita, Kopa lo llevó a un Alcampo para comprar comida e irse. Allí encontraron a todos los mendigos que no rondaban la calle mayor. Salieron con la anochecida de vuelta a la aldea. Un coche los retuvo un buen trecho, hasta que tomaron el cruce a Arnedo. Kopa no pudo tomar fotos de los viñedos en otoño. Pararon en Arnedo, admiraron su ambiente de viernes tarde y su oferta de jazz y de cine, y Felipe se dejó echar una foto ante un mural gigante de Clint Eastwood. Unas crías llamaron a la puerta de un garaje, y les abrió otro mocoso, dejando ver un club de pandilla como los que conocían en Teruel.

Con la gasolina justa, avanzaron por el desfiladero fantástico del Cidacos, invisible en la noche. Kopa se quedó frito al coger el cruce de Yanguas. A pesar de estar a unos mil metros de altitud sin contaminación lumínica, y de que la luna no estaba ni en cuartos, no pudieron disfrutar del cielo estrellado mesetario. Unas nubes altas sinsustancias les jodieron el espectáculo.

Entre la escuela, el frontón y la era, lugar de encuentros fortuitos en Matasejún, les esperaba el antiguo pastor Luis, el que perdió ovejas devoradas por los lobos de la Sierra Morena.

- Yo me iré mañana a Tudela por la carretera de Matalebrera. Esto me gusta más, pero mi hijo tiene allí un comercio, y da un lus, así que tengo que ir.
- ¿Un qué?
- Un lus. Que da de comer ( Un vino español de pie, le explicaría su hermano, un lunch). Y dale saludos a la familia de Marisa, diles que les aprecio muchismo bien.
- Muchismo- susurró Kopa a Felipe - Aragón no está lejos.

4. A LA MUELA Y VOLVER.

La noche anterior, Kopa había acordado con Felipe que este no pusiera el despertador. Dejó la casa a las siete, pertrechado con un chaquetón militar de camuflaje que le había regalado su hijo Pablo, su cámara Canon y los prismáticos Nikon que le regaló Ana. Pero se le olvidó ponerse las botas, así que llevaba esos zapatos caros de un pueblo de Toledo, que le duran tres o cuatro inviernos sin ponerse ninguno más, hasta que se compra otros por el estilo. Llevaba un gorro de lana suave y, por supuesto, sus marianos. Solo tenía frío en las manos.

Salió de la aldea por unas calles mucho más limpias y pavimentadas que la suya. El sol tostaba solo la loma de Santa Marta y sus molinos. Echó fotos a contraluz a una casa derruida y a un melojillo despistado entre los cereales, y por segunda vez pasó de sacar las huellas de dinosaurio, esperando una hora mejor. Subió la cuesta de Las Adoberas por un paso de tractores y tuvo a la vista la aldea detrás de la chopera. Desde el sur, Matasejún le mostraba sus muros enteros, algunos hasta blanqueados, no podría decir encalados porque desconocía ese detalle, sus tejas rojas y en su sitio, su campanario en perfecto estado de revista y sus huertos con poca maleza. Declaración solemne de orgulloso pueblo poco habitado, sí, pero en absoluto abandonado.


Se le cruzó una pista de pizarra triturada, engalanada con un pilón nuevo, la tomó a la derecha y fue subiendo suavemente hacia los molinos. Disparaba con su objetivo de 50 mm a los majuelos, a las zarzamoras, a los escaramujos y a sus agallas, desconocidas por él hasta ese momento. Y a las curvas que dibujaban los tallos de trigo, centeno o cebada, subrayadas por una hierba verde y rasa que no había visto en Andalucía. Dejó el carril y subió por un robledal de melojo o rebollo desde donde divisó hacia el noroeste una iglesia abandonada, dicen que templaria, camino a Sarnago, el esplendor resistente de San Pedro Manrique y la peña Isasa, ya en La Rioja. Con sus prismáticos buscó la casa de Marisa, fácilmente reconocible entre las que colgaban sobre el Arroyo del Prado por su enfoscado de albero apagado. Se fijó en la chimenea, por ver si Felipe aún dormía, pero se dio cuenta de que ninguna chimenea del pueblo tiraba humo, gente recia o dormilona, y de que en todo caso, su hijo muy hábil no era encendiendo estufas.


Llegando al Alto de la Solana, antes del molino 3 de Megaña, le invadió una extraña inquietud, no por el zumbido de las aspas, que curiosamente era más suave que en el valle, sino por sus sombras, que periódicamente le acechaban como en el tren de los escobazos. Con el sol arriba, se quitó el chaquetón y buscando la mejor foto de los molinos en hilera fue avanzando sobre una pista de zahorra y piedras muy bien compactada, ideal para bicis de montaña, por la dorsal de la loma de Santa Marta. Ahí sí que zumbaban las aspas. Un cernícalo inmóvil en el cielo azul puro le hizo caer en la cuenta de que no se oían pájaros y recordó cómo los padres de sus actuales alumnos criaban de chicos primillas para espantar a las palomas de las azoteas rivales. La ausencia absoluta de evaporación le permitió ver nítidamente las nieves de las sierras Cebollera y Urbión al noroeste, detrás de los molinos de Oncala, que formaban a lo lejos una cadena como las de las cisternas antiguas. Al nordeste, tras los rastrojos en terraza de la carretera a Matalebrera y tras las tapias a punto de sucumbir de Sárnago, vio nítidamente con sus prismáticos, a unos 300 km de distancia, la nevada sobre el Pirineo. Al volver a su casa, descubriría en Google Earth que se trataba del pico Bisaurín, entre Navarra y Huesca, donde vio a los 30 por única vez a un quebrantahuesos mostrarle su cola de lanza, y donde unos montañeros puretones del PNV se sorprendieron al descubrir que los andaluces no son alpargateros.

Estaba justo donde quería estar, en un carril perdido de una carretera perdida de una comarca que hasta en Google Earth mostraba menos nitidez, cuando entre las aulagas sobre la loma, exactamente igual que cuando a los 16 cortó sierra a través para llegar de Grazalema a Zahara, una pareja de perdices arrastró ante sus narices su vuelo ruidoso. Levantó la vista y vio al este una mole aislada, cegadora de nieve y desafiante: el Moncayo. Así pues, tenía ante sus ojos Castilla la Vieja, La Rioja, Navarra y las lindes con Francia y Aragón. Mucho más que sobre la cima de las Tres Sillas. No podía sino avanzar hasta el final de la pista, en el cruce de caminos de La Muela, para ver bajo el Moncayo, la montaña madre de todos los cierzos que dirían en Teruel, la comarca de Ágreda.


Antes de llegar vislumbró una vereda imprecisa, que partía del molino 14 y flanqueaba un barranco por su derecha. Había llegado trazando una Z ancha desde abajo, y se trataba de volver uniendo las dos puntas izquierdas de la Z. Amante de las rutas circulares, Kopa bajó la vereda poniendo especial cuidado en los canchales. Salpicando su verde impecable entre el gris pardo dominante, unos enebros rastreros le recordaron las dunas de Sancti Petri. Al ir resguardándose de las ventiscas en el fondo del barranco, los enebros iban cogiendo confianza y altura. Estrujó unas hojillas de tomillo y se olió la mano cerrando los ojos. Arrancó fácilmente una rama y se la metió en un bolsillo del chaquetón. Fue a arrancar otra rama, pero se le resistió, y se trajo un buen trozo de tierra negra y húmeda. “Las apariencias engañan”, le había dicho Mariano y ahí estaba la evidencia. Debajo de un matorral rastrero y seco, debajo de un pedregal cenizo, había una tierra castaña, fresca, generosa y ubérrima si no fuera por las heladas. Como Tomás, como los habitantes de la aldea que había conocido y cuyo gentilicio no se le ocurría. ¿Matesejunes? Zorreros.

Del barranco afloró un manantial servidor del Arroyo del Prado, que salvó un desnivel de unos cinco metros antes de alimentar un herbazal recién pintado. Kopa imaginó una cascada e incluso témpanos inmóviles con tiempo más inhóspito. Más abajo, los escaramujos se atrevían a sonrosar las terrazas y la vereda se desdibujaba entre un muro y los canchales, sobre el arroyo. Ahora sí había pajareo. Bandadas de pinzones y de currucas salían a su paso de los rastrojos a refugiarse en los sotos y en las choperas. Kopa cortaba camino haciendo crujir los tallos del cereal, como cuando niño lo hacía descalzo en la parcela de su abuelo en La Ballena, en los veranos de su paraíso. Pero estos rastrojos no olían a la hierba seca que tanto le recordaban donde fuera a su adorada tía María.

No llevaba la cartera, ni ningún papel, ni joya alguna, ni tatuajes que tanto menospreciaba aunque su hijo Pablo tuviera cada día más. No llevaba el móvil. Alguna vez había comentado que si le daba un yuyu en el monte, no lo identificarían. Pero mantenía un reloj interno infalible desde que hace décadas decidiera liberar su muñeca. Vio una bandada de buitres sobre la carretera a Matalebrera, y como sabía que el planeo requiere corrientes de aire caliente, calculó que ya era mediodía. Felipe estaría subiéndose por las paredes. Junto a las huellas de dinosaurios vio a una pareja con sus dos hijos. No había tiempo para echar fotos. Le preguntó la hora a la mujer.

- Las doce y diez.
- Clavado – Le sonrió a la mujer, levantando el pulgar en plan NBA como hacía desde que se había propuesto ser más positivo, pues positivista siempre lo había sido.
Cruzó dos frases con el padre donde la fuente antigua, y pasando los pilones, se cruzó con otra pareja con niños que también hacía la ruta de los dinosaurios.
- Perdón, me he confundido- se disculpó la madre al mandarle una sonrisa.
- No importa, ya me iba haciendo falta un saludo.

Echó a la bulla una foto a un ombligo de Venus que tomaba el sol en una tapia de piedras colocadísimas, cogió la calle arriba, pletórico por las endorfinas y por no tener las espinillas enrojecidas, y entró en la casa. Porque lo que sí llevaba eran las llaves, con lo que Felipe estaba más que mosca por no haber podido ni salir.

- Estaba a punto de llamar a alguien.
- Lo siento, no pensé que iba a estar cinco horas fuera.
La estufa, como todas las estufas del pueblo, estaba apagada.

5. FELIPE

Nada más llegar, Kopa se bebió de dos buches una Mahou de lata, y le dio un buen recorte al queso, al chorizo y a la uva que traía desde Chiclana. Aconsejó a su hijo Felipe que fuera al Motores a tapear, mientras él se pegaba una presiesta, porque si no, cuando quedaran con su hermano Felipe solo iba a enseñarle las amígdalas. Felipe no se lo pensó dos veces, Kopa cerró las contraventanas del salón de la casa, y se quedó frito como un bendito hasta las tres.

Arregló un poco los bártulos, apiló la leña tras la estufa, recogió la basura y salió a las eras a esperar a Felipe. Llegaría por allí, porque la otra entrada estaba peor. Ese era el sitio donde encontrar a gente sin cita previa. Allí confluían la iglesia, la casa de la maestra, un frontón verde imponente y la escuela. La casa de la maestra era el local donde Marisa soñaba con abrir una biblioteca con los libros que iban trayendo ella y gente como Kopa. Y también un museo singular para el que Kopa también había traído un objeto por él muy preciado.

Al salir de la casa se encontró con una mujer que resultó ser María Jesús, prima de Marisa. Le pidió hacerle una foto para su prima, lo que no había hecho las tardes anteriores por falta de flash y de oportunidad. Otros dos familiares venidos de Tudela hacían un perol de patatas con carne. Le invitaron sinceramente, y Kopa les explicó que no podía.

El sol estaba en lo alto y Kopa se paseaba en camisa. Encontró a Antonio, jugando con una varilla de hierro de encofrar que debía de usar para menear la chimenea o la estufa, porque tenía en la punta el gris de la ceniza. Como dentro de la escuela la primera tarde, Antonio tapaba su buena mata de pelo tupido, más blanco que el del Alberti, con una gorra de cuero con las orejeras de lana verde hacia arriba. A Antonio no le hacia falta que le hicieran charlar, pero por si acaso, Kopa le entró del tirón señalándole un mural con un tractor verde John Deere que se veía en las naves junto a las eras.

- Mi hija Julia hizo las prácticas en la John Deere de Getafe, comprando acero a Turquía para que empresas vascas fundieran piezas que luego se montan en Alemania.
- La Jondere no tiene buenos mecánicos en Soria, la gente está descontenta y se está pasando a otras marcas.
- No he visto silos altos por estas tierras de tanto cereal.
- Aquí no tenemos silos, sino naves. Esa de enfrente es mía. En la cresta (Antonio la llamó de otra forma) se posan cientos de gorriones y palomas para comer.
- ¿El cereal?
- No, el pienso del ganado.
- De La Muela vengo. Carriles bien firmes me he cruzado.
- El mejor coche para subir es el panda de Tomás.
- ¿Porque pesa menos?
- Porque es más barato, y si se queda, duele menos.
- No hacía mucho frío allí arriba.
- Aquí lo único malo es la cellisca, que te entra en la boca y no te deja respirar.

Antonio detalló lo contento que él y casi todos los agricultores de Soria estaban con COPISO, la cooperativa provincial que les libraba de depender de los precios que les imponían los mayoristas. Por eso él siempre llevaba orgulloso ese chaleco que Kopa también había observado entre los parroquianos más talluditos del bar Motores.

- Pagan más tarde, al precio que consigan colocarlo, pero si hay necesidad, te dan un adelanto.

Antonio retomó la conversación de la escuela y relató cómo les iba a familiares y amigos salidos de Matasejún. Habló de un sobrino que de pequeño era un poco saltatrenes, pero se hizo ingeniero, que los alemanes se lo llevaron desde Barcelona y ahora lo querían trasladar a Japón. Contó que había traído alguna vez al pueblo a su novia alemana. Y sobre todo, habló de sus paisanos en Cádiz. De su hermano que había bajado como chicuco de ultramarinos y consiguió regentar y luego adquirir una tienda con estanco incluido entre la Avenida de Portugal y la calle Brunete, y que tenía un bloque con seis pisos. Nombró al que había levantado por los Molineros un Don Jamón, y ya iba por el cuarto, o así. Y mantuvieron así la cháchara un buen rato al solecito. Cuando Felipe llegó, su padre le pidió que les hiciera unas fotos a los dos.

- ¡Hombre, con estas ropas!- protestó encantado Antonio señalando su pantalón de Decathlon que hacía furor por toda la España campera e industriosa: bicolor con dos enormes bolsillos por fuera.

Bajaron por segunda vez la Tierras Altas hasta el Duero. Tan limpia estaba la tarde, que se veía como ningún día antes cómo les escoltaban de gala el Moncayo nevado a su izquierda, y el Urbión y la Cebollera tan nevados al este. Kopa había quedado con su hermano Felipe a las seis y media, pero prefirieron llegar bastante antes para ver de día la curva de San Saturio y el claustro de San Juan. Pasando Numancia, les llamó el tito Felipe, que ya estaba llegando a Soria. Felipe nunca llegaba cuando decía, casi siempre llegaba dos horas antes, a menos que antes se pasara a ver a los primos de Rota y Chipiona, o a sus amigos de la Plaza Arillo de Cádiz. Entonces podía llegar dos días más tarde.

Casi nunca había confusión entre tío y sobrino por el nombre de Felipe. El tío debía haberse llamado Carmen como su madre, pero nació niño, así que le tocó Manuel, por su abuelo materno. Pero como días antes había muerto su abuelo Felipe, fue registrado y bautizado como Manuel Felipe. Siempre le dijeron Felipe hasta que de joven emigró a Teruel, camino inverso al de los zorreros de Matasejún, y allí se hizo llamar Félix, para escarnio de sus primas.

Felipe el sobrino, siempre tan inquieto, nació antes de que sus padres hubieran consensuado su nombre, así que a Ana se le ocurrió ponerle Javier, no por su hermano, dijo, sino por un amigo recién muerto en un accidente de ciclomotor. Kopa pensó que ya había demasiados javis en el mundo, y le puso Javier Felipe, por su hermano. En casa le decían Javi, pero desde que fue a la guardería, donde habría muchos javis, en el orbe entero era conocido como Felipe.
Félix venía con su mujer Marijose, que esa mañana había tenido guardia en la biblioteca de Teruel, con su hijo Víctor y su novia Tatiana, llegada desde las entrañas de la Sierra de Albarracín: Orihuela del Tremedal. Se besaron y charlaron como si no hiciera todo el tiempo que hacía que no se veían. El Madrid iba perdiendo en un bar junto a la plaza de toros de Soria, para berrinche de Víctor. Al salir del bar, se rieron de una mujer que decía barbaridades en la barra. Kopa, siempre tan largo desentrañando la naturaleza humana, pensó que era ciega, los demás lo corrigieron al unísono: iba ciega.

La calle mayor de Soria estaba de bote en bote. Aun con el culo pelado en las terrazas, la gente se tomaba un café, un vino o una cerveza, pues era esa hora tonta en la que a veces uno no sabe qué pedir. Solo algunos comercios estaban cerrados. Todos compararon Teruel con Soria, sobre todo cuando vieron en muchos balcones pancartas gritando: “¡Soria Ya!“

- Como vuestro “Teruel existe” – señaló Javi antes de que lo dijera otro.

Los novios, Javi y su tía paseaban calle abajo. Los dos hermanos iban por su cuenta, pasando revista a los amigos de Félix en Teruel que tan bien habían recibido siempre a Kopa. Con la misma hospitalidad, franqueza y humor socarrón con que los zorreros los habían recibido en la escuelita. En el Mesón Castellano dieron cuenta de unos torreznos soberbios mientras la barra ignoraba en la tele el Soria- Tenerife.

-Menos mal que no hay cierzo, que si no, los canarios se iban a quedar como el nombre del estadio.
Se mezclaron en los coches para llegar sin problemas al valle del Linares. Por San Juan de San Pedro vieron dos tractores por separado con luces como las de Encuentros en la tercera Fase faenando un sábado por la noche. “¡Qué obsesión!”, comentó alguien. En San Pedro no pudieron comer en Casa Pili, porque a media tarde las reservas ya estaban al completo, así que repitieron en el Motores. El Barça remontaba en pantalla gigante, para berrinche de Víctor.

Camino a Matasejún no pudieron ver todo el firmamento que ofrece la Cordillera Ibérica en cuanto te alejas de un pueblo, y que tanto había disfrutado Kopa en las parameras del Jiloca. Por tercera noche, el cielo no estaba raso. Llegaron a la aldea, abrieron unas Mahou y unas Heineken y encendieron la estufa.

- Recuerdo la foto que me hiciste en mi casa de El Povo, con Javi y Julia chicos, con una estufa igual en la que calentamos conserva, con el humo inundando la luz que entraba por las ventanas- dijo Mari a Kopa- Ya casi no tengo fotos grandes a papel.

- Las fotos que no se impriman se perderán, porque los formatos cambian y los archivos degeneran- contestó Kopa, que recordó entonces la foto en la que Félix tiraba de Víctor sobre una tabla corriendo por la orilla de La Barrosa haciendo el agua estrellitas al contraluz.

Félix sacó el móvil y enseñó los cuadros que ahora pintaba. Abstractos, con colores vivos y formas caprichosas que se formaban al repelerse el aceite y el acrílico. Al contrario que su hermano, no dibujada bien de niño, pero con la madurez tomó un sorprendente interés por la pintura y siempre estaba experimentando.

- A Mari no le gustan mucho.
- Menos mal que tenemos la autoestima a salvo del fuego amigo - contestó Kopa- ¿Recuerdas la témpera en la que os retraté uno a uno con un dragón chino que echaba chispas contra Julia con zancos y plumero, en la plaza de San Juan de Teruel? Ana solo dijo: “Demasiado amarillo” .

Víctor exploró dos veces la suite “Los otros” junto al sótano, por ver si triunfaba. Pero aunque Kopa la había soleado al mediodía, seguía siendo un iglú para Tatiana, y eso que era de Orihuela, del Tremedal. El tiro de la estufa ya calentaba el dormitorio comunal del piso alto, y los titos se retiraron pronto. Kopa descolgó su cabeza contra su clavícula mientras los primos charlaron aún un rato. Mucho humo, entre la estufa y el fumeque.

6. LA FUENTE LAYA

Kopa se despertó al amanecer, tarde para su costumbre. Picó algo y salió de la casa en silencio. No tenía más remedio que sacar ya las fotos de las huellas de dinosaurio. Allí vio que la luz y la hora eran exactas para sacar los detalles del suelo que ya brillaba por el sol sin haber derretido aún la escarcha. Le costó manejar el contraluz agravado por nubes de borrego donde las vallas protegían las huellas. Y se explayó con los matices de la fuente, del lavadero, de los muros preñados de liquen y de las plantas rupícolas que tanto embelesaban a su añorado amigo Pepe Juárez, que ya nunca podría aceptar la invitación que Kopa le hiciera para visitar la aldea la Semana Santa anterior, como Kopa nunca podría aceptar ya el envite de Pepe para volar hasta la isla de El Hierro. Bajó un punto la lectura de la luz de la cámara para dar más fuerza a la mañana.



A la vuelta, fotografió las casas heridas de las calles altas que en otro tiempo fueran las más espléndidas del pueblo. Y siguiendo las indicaciones de Tomás, fue bajando hacia el Arroyo del Prado, a la altura más o menos de la caseta de la luz. Tomás no hablaba por hablar. Tal como dijo en la escuela, el camino a la Fuente del Haya estaba indicado. Con carteles recientes en madera barnizada. Por allí bullían señales de vida cotidiana: bidones, bombonas de butano, arpilleras al sol, ropa tendida, hormigoneras, un dumper, un remolque para perros, macetas primorosas, encajes en las ventanas.

Un camino amurallado se adentraba en el robledal. En un prado raso a la izquierda yacía la base de un chopo centenario, que los de San Pedro, dueños del municipio, habían talado seguramente para pasar corriendo por encima de su hoguera. Un puente de vigas sorteaba el arroyo, alfombrado por el dorado del otoño. Un tronco vencido guarnecía el puente. Entre los melojos y algún acebo gigante, un claro dejaba ver un canchal con una huella de dinosaurio aún no rotulada. Otra señal de la fuente indicaba a la derecha. En las sombras despuntaban los níscalos. En un prado soleado, Kopa fotografió un grupo de azafranes. Un poco más arriba y ya estaba en la fuente.

Una teja ancha y rojiza recogía el agua del manantial y la vertía entre zarzamoras en un hilo de cascada que se hundía en un arroyuelo. Kopa plantó la cámara sobre unas rocas, de una patada tronchó una zarza que le estorbaba y disparó varias fotos a tiempo lento. Clavó las rodillas bajo la teja y bebió religiosamente del manantial, sabedor por el paseo de la mañana anterior que bosque arriba no había ganado. Observó unos hongos sobre unos tablones que a modo de banco ofrecían un descanso umbrío en los meses de verano, y también les echó un par de fotos.

Preocupado por el despertar de sus huéspedes, volvió sobre sus pasos. Entró al pueblo entre perales, por donde había más casas recién restauradas, una de ellas con dudoso gusto y ostentación, pero las demás, incluido el horno comunitario, respetando la arquitectura ancestral: muros empedrados de medio metro o más de ancho, vigas de madera barnizadas en negro o en rojo para soportar las ventanas, chapas de acero galvanizado para proteger las puertas de la solana y la helada, tejados rojos…

Su hermano Félix lo esperaba a la puerta de una cuadra. Charlaron, se echaron fotos y fueron por los demás. Dejaron la casa en orden y salieron. Kopa dejó junto a la cómoda de la ventana unos marianos limpios, para el museo. Mientras Javi metía a presión casi todo en el maletero. Marijose comparaba los rastrojos con las tierras turolenses de El Povo y Cedrillas, donde ahora también cultivan la trufa y el pipirigallo. Junto a las eras, deambulaba Antonio. Kopa le presentó a su hermano

- Anoche vimos tractores labrando.
- Se ve bien, y algunos lo prefieren. Mi tractor sube aquellas cuestas - Y señaló los molinos.
- ¿Y no es peligroso?
- Cuando trabaja la tierra, el tractor va bien firme. Lo malo es cuando levanta las palas.
- Hace efecto vela.
- Hace dos años, a uno se le cayó el tractor sobre un brazo, y el móvil se le fue rodando. Estuvo unas cuantas horas bajo cero. Nunca más ha vuelto a tractorar.

Se despidieron de Antonio y de la aldea. Miraron de refilón la ruina de la iglesia de fama templaria antes de San Pedro, y pararon a tomar algo en la terraza del bar San Miguel. A Félix le dieron los cafés en vaso, que según los del bar es como lo toman los del sur.

- ¿Les hablaste en andaluz?
- Casi no les he hablado- contestó en el castellano nítido que se habla en Teruel capital.
- Ayer yo estuve aquí- medió Javi.

Se echaron fotos y los coche bajaron juntos casi hasta Soria. Javi aminoró en Buitrago para echar una foto al nombre del pueblo. Los maños verían con más calma la capital. Los chiclas, no querían que les cogiera la caravana de fin de puente por Madrid . El tráfico fue denso pero fluído toda la tarde. Ni un pájaro. En Spotify, una lista con mujeres. Padre e hijo le hicieron los coros a Aretha en “Say a little prayer”, de Burt Baccara. Por Despeñaperros, escucharon una lista irregular de leyendas del rock, que Felipe eligió para lucimiento erudito de Kopa.

- En “Crossroad”, Jack Bruce hace el solo de bajo mientras Clapton hace el suyo de agudos, sin estorbarse, como en una ópera de Mozart. Jack Bruce cantaba de vicio, pero se llevaba fatal con el batería Ginger Baker. Por eso se rompieron los Cream y sacaron Blind Faith, con Steve Winwood.

- Pues no me extraña que Jim Morrison se suicidara, de aburrimento porque las partes instrumentales de los Doors son interminables.

Así llegaron, con canciones mucho más recientes, a la recta larguísima anterior a Carmona, con el sol ya oculto.

- Justo íbamos por aquí hace años volviendo de Teruel cuando nos llamó la tita Marijose para decirnos que mi hermano Luis había muerto- Kopa siempre recordaba esa recta.

A la altura de Lomopardo, vieron un tractor arando con las luces encendidas.

- Igual es alquilado y tiene que aprovechar- aventuró Felipe.

El termómetro se había plantado casi todo el día en 16º, y así llegaron a Chiclana.

- Siempre que vuelvo de viaje me resulta extraño entrar en este carril oscuro y sin asfaltar.

El gato y Ana seguían allí. A la granada se la había tragado la tierra. Descansaron un poco, y Kopa se puso a ver las fotos en su pantalla Retina.

El martes siguiente, Kopa fue a Jerez con Mari Ángeles, exdirectora del instituto vecino y con José Luis, un palentino también exdire, invitados por Pepe Buitrago, amigo de Kopa, a un taller fotográfico en la universidad. Al salir, Mª Ángeles buscó a un primo suyo en la facultad de derecho. El primo se despidió y los demás se fueron a tomar unas cervezas.

- ¿De dónde son las fotos qué me has mandado?- Preguntó Mari Ángeles.
- De Matasejún , en Soria.
- ¡No me digas! De Matasejún es parte de mi familia. Ese primo que hemos saludado también.
Los wasaps volaron aunque Marisa y Mari Ángeles no se conocieran.
- Ese de la foto es Antoñín, dice mi tío.

Esa semana, en el Diario de Cádiz, Ignacio Moreno, que fuera secretario del alcalde Carlos Díaz y presidente del Ateneo, agradecía un homenaje: “ Mi vinculación con Cádiz comienza en el siglo XVII, cuando un antepasado mío llega a Bornos desde una aldea soriana: Matasejún…” Un hilo invisible de ultramarinos estaba trenzado en una historia entre Cádiz y algunos pueblos del norte, un hilo que casi todo el mundo pensaba que era exclusivo de los montañeses de Cantabria.



Francisco Gómez Bernal. Noviembre. 2018.




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